Al partir a misiones te imponen el crucifijo de misionero. Es todo un símbolo. Pero fíjate. No es entonces cuando te imponen una cruz, sino cuando te añaden una más a la que ya traías. Y esta que trae el misionero es él mismo, su cuerpo corruptible e inclinado al mal, su concupiscencia no muerta; su amor propio con sus irracionales exigencias, que le abocan a mil situaciones pecaminosas. El misionero sigue siendo hombre y no ángel. Su corazón no ha perdido ni la diástole de un vano optimismo ni la sístole de un infundado pesimismo, y sigue palpitando a impulso de los dos eternos movimientos que polarizan la actividad del corazón humano la atracción y la repulsión. Sus sentidos siguen propensos a las mismas connivencias con el desorden; su cuerpo sigue sometido y esclavizado a la misma ley del pecado.
Lo sabemos; pero correría peligro el misionero de olvidarlo. Olvido que sería fatal en sus consecuencias, terrible en sus desengaños e irremediable quizá en sus estragos. En todo nos ha de servir de guía y apoyo la humildad. Los misioneros tenemos sobrados motivos para ser humildes.
Las debilidades e imperfecciones se pueden ocultar en ti como las alimañas debajo de las piedras. Por no tener presente esta humana condición se han perdido no pocos jóvenes misioneros a los que un ideal de ensueño les alucinó y les hizo audaces, en lo que hubieran de haber sido desconfiados y prudentes. Quede, pues, asentado que entre las cruces del misionero, la mayor, la más pesada, es la que ya tienes antes de serlo: tú mismo. Pasemos ya a indicar otras.
La dificultad no está en suponer que el misionero tiene sus cruces, como todo hijo de Adán, sino en orientarnos en cuáles han de ser generalmente los palos de esa cruz. Es frecuente en la vida ascética un total despiste en esta materia. Como a los discípulos de Emaús, Jesús se nos presenta muy frecuentemente «in alia efigie» y no lo conocemos. Cuántas veces recalcitramos obstinados y damos coces contra el aguijón, sin darnos cuenta que es allí donde nos espera la cruz que nos ha de santificar; la cruz desde la que quiere Dios que subamos a la gloria. ¡Ah!, ¿si supiera, decimos, que esto es lo que Dios me envía? Si estuviera cierto que es a esto a lo que debo aplicar mis deseos de cruz y de inmolación? Como si todo lo que constituye nuestra cruz hubiera de traer escrita y visible su etiqueta, la firma de Dios. «Non tamen cognoverunt quia Dominus est»1Jo. XXI, 4.
No todo trabajo ni todo sacrificio constituye una cruz. El sacrificio es preferentemente pasajero, la cruz es permanente. La labor misionera exige evidentemente esfuerzo, actividad, cansancio; y por lo mismo, no pequeño sacrificio. Pero no lo llamamos cruz. El sacrificio es algo físicamente inherente a la vida, la cruz es algo que se le añade sin concatenación física, sino con concatenación libre que generalmente es la acción mortificante del hombre sobre nosotros, o circunstancias extremadamente penosas y sensibles que lastiman no tanto nuestro cuerpo cuanto nuestro corazón. Es verdad que la enfermedad es una de las cruces auténticas. Pero si laceran el cuerpo, no oprimen el corazón.
Por eso hay que poner en un plano algo secundario todo lo que sin comprometer la vida hiere al cuerpo, sin herir al corazón. Y desde luego no es la cruz del misionero el mucho caminar a pie, ni el mal dormir, ni el frío, ni el calor; ni lo son de ordinario las cárceles ni la persecución aun en tiempos los más difíciles. Fuera de aquellos que Dios quiera escoger como mártires, número siempre relativamente pequeño, lo ordinario será poder llevar una vida casi normal al exterior, pero muy llena de contrariedades en el interior. Otras son las cruces específicamente, auténticamente misioneras.
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1. Reducción de la personalidad y del valor social. — Aún recuerdo este detalle de mi viaje a China, que expresa con grafismo mi pensamiento. El tren llegó a la estación de Venta de Baños. Rieles que se cruzan, que se bifurcan, que se dividen y subdividen. En medio de aquella espesa red, trenes y más trenes. No me llamaron la atención… Sólo un vagón perdido en aquella espesa red de vías, ése sí me impresionó. Me parecía que él también debía notar su soledad, su insignificancia. Era para mí todo un símbolo. Un vagón que no formaba tren. Dentro de un mes me vería yo en país extraño, con lengua que no entendía, entre gentes a quienes poco o nada interesaba mi historia, mi persona; donde nadie venía a consultar mi ciencia. Como quien dice, era vagón sin formar tren, letra sin forma palabra, palabra sin formar un pensamiento; algo desconocido e inapreciable; algo anónimo y sin valor social. He ahí por qué en mi viaje a misiones me impresionó la soledad, digamos mejor, el aislamiento de aquel vagón en la estación de Venta de Baños.
Tu adaptación, tu compenetración con la ideología indígena, tu simpatía con el pueblo que deseas llevar a Cristo, el estudio de la lengua y tu vida misionera pronto suavizará no poco este aislamiento; posiblemente habrá casos en que, por el contrario, te veas rodeado de un prestigio en el que nunca soñaste, pero nunca te librarás del todo de tu nota de extranjero, plano inclinado hacia el desvío, la distancia moral, quizá en algunos casos la antipatía.
Lo que aísla y reduce la personalidad del misionero es, sobre todo, la lengua. Un misionero muy misionero me repetía en China: La lengua es la primera y la última cruz del misionero. La primera porque es la que primero le sale al paso, y la última porque nunca le abandona del todo. Por mucho que la estudie no logrará que le sea vehículo cómodo a su pensamiento. Habrá muchos temas que le resultarán completamente inabordables y su intervención en la vida social estará muy mediatizada. Si asiste a reuniones, se tendrá que contentar con una presencia casi meramente pasiva y ante las personas de más viso y autoridad tendrá que pasar por un «minus habens». Tendrá que renunciar a grandes discursos y elevaciones oratorias; y si tiene dotes de escritor, tendrá que renunciar a ellas o quedar supeditado a un amanuense o traductor que no coge bien su pensamiento. Como el pájaro en la jaula entonces sobre todo siente que está preso cuando más quiere volar.
Es verdad que en ocasiones el misionero extranjero es la primera autoridad moral del pueblo. Pero de ordinario se sentirá reducido a un trabajo sin ámbito ni resonancia social. Y él, que trae una carrera brillante y largos años de estudio y formación, quizá diga lo que con humana franqueza, dijera el padre de un joven religioso al ser éste destinado a misiones, terminada con éxito su larga formación: ¡Qué lástima de carrera estropeada! ¡Ese mismo padre que pronto animaría a su hijo a dar la sangre por Cristo en la misión!
Al parecer, su vida, como el agua de algunas fuentes, corre y no lava, corre y no apaga la sed, ni riega flores, ni mueve máquinas, ni se transforma en vapor; corre para correr y alegrar el palacio del rey o el jardín del príncipe. Más de una vez sentirá que su alma quiere exhalar una queja ante el Sagrario; la queja del desierto.
Jesús, tú dijiste que no se enciende la luz para ponerla bajo el celemín; y yo soy luz cuyos destellos no alumbran. Nos enseñaste a negociar con los talentos que tú mismo nos diste y condenaste al siervo perezoso que lo enterró y te lo devolvió sin ganancia. Yo creo que es éste mi caso. Me has dado voz para hablar de Ti y ciencia para darte a conocer y fuerzas para gastarme en tu gloria y heme aquí que mi voz calla, o sólo la oyen diez, quince; y mis brazos sólo se alzan para levantar tu santo Cuerpo en la Misa, que sólo oye un ayudante —cuando lo tengo—. Más de una vez me parece que me podrías a mí también decir: «Quid statis hic tota die otiosi?» ¿Qué haces ahí ocioso, guardando la casa todo el día y tantos días?
Estas quejas son muy reales y expresan un sacrificio íntimo, aunque no siempre reviste contornos tan agudos, ni se puede aplicar con exclusivismo al misionero. Consciente de este sacrificio deberás decir: «Soy agua que puedo apagar la sed y lavar manchas y regar campos y Mover máquinas; y aunque nada de eso hago no corro en balde, que también los príncipes tienen derecho a que sus jardines se adornen con fuentes de cristalina agua que corre sin cesar, para así alegrar la mansión del rey. Esto es mi vida y yo la doy por muy bien empleada.»
Querría ser luz que iluminara: «Omnem hominem venientem in huno mundum»2s.I, 9, y veo que tengo casi que encerrarme en mí y que también de mí se puede decir: «Tenebrae eam non comprehenderunt»3Io.I, 5.. Pero yo sé también que en ese cielo estrellado, cuya vista me recrea y alegra, hay millones y millones de astros cuya luz nadie aprovecha al parecer, y cuyo fuego no alivia el frío de nuestros cuerpos. Es ley de la vida y de la creación que no todos los soles son hechos para alumbrar, ni todo lo bello para ser visto, ni todo lo dulce para agradar, ni todo lo grande para ser admirado, ni todo lo fecundo para germinar.
En todo caso ante Jesús Sacramentado, el Dios escondido, ante cuya oculta presencia arde y se consume esa lámpara, la queja pierde sus filos; y al hallar un eco divino en Jesús, trae al alma la lección divina de anonadamiento que el misionero de Cristo recoge para sí. ¡Ah, cuántos rasgos comunes contigo has puesto, Jesús, en mí, tu misionero! Yo acepto lo que tu predilección quiso poner en mi vida de aislamiento, de despilfarro; acepto el que en tu casa, donde tantos servidores hay, resulte yo a veces un siervo al parecer inútil y sin provecho.
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2. Segunda cruz del misionero: Trabajo de roturación. — El Señor que todo lo dispone «suaviter et fortiter» supo poner en la pena del trabajo cierto atractivo y gozo. Hay trabajos que nos resultan recreación y descanso; pero los hay desabridos e ingratos. El trabajo de roturación y siembra es siempre difícil y poco atrayente; sin la esperanza del fruto cierto, apenas sería tolerable. Pues al misionero le tocan de ordinario trabajos de roturación. Nada de hablar a grandes multitudes hambrientas de la palabra de Dios, sino a unos pocos niños o unos cuantos adultos sencillos y rudosa los que hay que empezar por enseñar la señal de la cruz y el Padrenuestro y emplear en ello muchos días. Nada de pasarse largas horas en el confesonario asediado de penitentes que lloran en público sus pecados, sino contentarse con oír los domingos alguna docena de confesiones, «de communi confessorum», la mitad de niños en la edad, y la otra mitad de niños en la fe. Nada de cansarse el brazo de bautizar. Su feligresía la forman casi exclusivamente cristianos nuevos que apenas si van cayendo en la cuenta de la verdad de su fe y del alcance de su bautismo.
Quizá llegue a encontrar un pequeño número de cristianos fervorosos, perdidos en un mundo de indiferencia pagana, que resiste a la gracia años y años. Su iglesia se halla casi vacía aun los domingos. A esta falta de aliciente divino se añade la falta de aliciente humano.
Lejos de las ciudades donde el confort y la elegancia halaga a los sentidos, frecuentemente el misionero reside en pueblos sin belleza, gentes de poca cultura, en casas donde la comodidad y buen gusto, la pintura y el adorno se han dedignado entrar. Cierto que también cabe el caso inverso. También al misionero le puede perseguir un ambiente de mundo, un aire de frivolidad, de radio y de cine. Porque, al fin y al cabo, hoy las Misiones se hallan bajo todas las latitudes de la vida social. El misionero de Hongkong o de Shanghai o de Calcuta o de Tokio podrá tener el confort que quiera. Pero este caso, aunque no raro, no excluye el anterior, y si no lo consignamos tan de propósito es porque, en todo caso, no constituirá una cruz, que es de lo que venimos tratando. Es sencillamente un escollo más en el que por desgracia puede naufragar el espíritu religioso aun en Misiones, porque el mundo siempre conserva su fuerza de seducción, de relajación religiosa y misionera.
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3. Tercera cruz. — No hay que descartar el que entre los mismos Padres y Hermanos con quienes vive encuentre quienes le son una fuente de sufrimiento. No por haber venido a misiones hemos dejado de ser hombres; ni lo han dejado de ser los que nos rodean. La vida es movimiento no sólo de rotación alrededor de nuestro eje, sino de traslación alrededor de la vida e intereses de los demás. Ella nos pone a unos en función de otros y, por lo tanto, expuestos a choques. Si en el mundo sideral éstos no existen, es porque Dios sapientísimo les ha fijado una ley ciega. Si los astros fueran libres en sus movimientos, hace tiempo que hubiera venido un choque colosal, una lucha imponente con el más espantoso cataclismo. Los hombres vivimos en sistema, pero nuestras órbitas no están férreamente trazadas. Nuestro engranaje es libre. Vivimos unos subordinados a otros más o menos libremente. Cuando esta subordinación, o no se exige bien, esto es, con energía y suavidad; o no se admite y lleva bien, esto es, con humilde sumisión y entrega a la voluntad del que nos es Superior; o no se coordina con una delicadísima caridad, son inevitables los choques más o menos ruidosos según la prudencia y virtud de los que chocan; pero choques siempre molestos y perniciosos para el apostolado. Ellos nos roban unas energías que estarían mejor empleadas en la salvación directa de las almas. Cuando esto pasa habitualmente, entre personas de virtud, hay que concluir que el mal está en el engranaje de toda la máquina, en la dirección, y entonces toca más que a nadie a los Superiores el prevenir estos males o el disminuirlos y remediarlos.
Traer a misiones un programa de amor fraterno, de colaboración y de servicialidad, de condescendencia, de mutuo apoyo, de alegría en el éxito del hermano, sería un programa suficiente para eliminar de toda convivencia esos roces, esos desvíos y torcidas interpretaciones, esas envidias secretas, esas frialdades que constituirían la mayor cruz de la vida misionera.
Pero de nuestra parte no hemos de poner a prueba la virtud de los que conviven con nosotros con exigencias, con susceptibilidades, con falta de sentido común y sentido humano de la vida. En todo caso, si a pesar de la mayor buena voluntad hubiera deficiencias inevitables, no nos resta sino echar mano del «vince in bono malum»4 Rom. XII, 21., y el echar carbones encendidos en su cabeza y el tener presente que es ley de la vida la cruz y que «per multas tribulationes oportet nos intrare in regnum Dei». Pero aun en este caso un buen Superior podrá remediar muchas cosas.
Si se trata de cruces que nos vienen más o menos por nuestro mismo carácter, por nuestra antipatía o excesivo celo, por nuestras impaciencias o múltiples defectos más o menos involuntarios, recordemos que nadie ha dicho que, cuando el Señor nos exhortó a llevar nuestra cruz, no incluyó esto que más solemos llamar castigo de nuestros defectos que cruces que Él nos envía. La cuarta cruz merece capítulo aparte; la forman las dificultades de la vida misionera
De nuevo empecemos diciendo que no es la comida, ni el sueño, ni la casa, ni la soledad, ni las largas jornadas lo que amarga la vida del misionero. Las penalidades de la vida misionera son:
1) El contacto directo y prosaico con la vida material.—El Padre solo, sin Hermano Coadjutor que le evite el contacto grosero con la vida material…, ha de atender no sólo a la evangelización, sino también a la vida económica en la que jamás había pensado. Él ha de llevar cuenta de la leña, del aceite y de la sal; dar el dinero al cocinero para las compras; cuidar de que adquiera las cosas a sus tiempos más propicios. Él se ha de preocupar de si se gasta demasiado, y hasta, si no quiere que el cocinero le ponga siempre lo mismo, habrá de intervenir hasta en la cocina… Si el criado pierde el tiempo y si la iglesia no está bien atendida y la casa sin barrer, todo va a dar directamente en él, porque de ordinario no tendrá un H. Coadjutor que le pare los golpes.
La vida material quita un tiempo precioso, absorbe y se lleva no pequeña parte de sus energías. No es pequeña la paciencia que necesita a diario para diluir «naturalmente» tanta pereza, tanta inacción, tanta pasividad, tanta pequeñez, tanta ruindad como puede a veces encontrar entre su misma servidumbre. Estas son y no otras las cruces auténticas del misionero.
2) La frialdad de los cristianos.—Pocos en número, todavía entre estos pocos la mayoría no son sino «paganos bautizados»; invitados una y dos y diez veces, ya que no reprendidos, pues no lo aguantarían, siguen pertinaces en su frialdad e indiferencia. Esto naturalmente amarga al misionero, que tiene que violentarse para predicar con mansedumbre y fervor todos los domingos, aunque no tenga delante de sí más que 10 ó 20 personas en total. La Sagrada Escritura nos justifica ese disgusto íntimo que causa el tibio ya que provoca a náuseas al mismo Dios. En todo caso su actitud fría y consciente es una lima sutil en el alma del misionero.
3) El carácter de los que están a su servicio, de los cristianos y paganos con quienes se pone en relación por uno u otro motivo, espiritual o material, acarrea al misionero a diario un sinnúmero de contrariedades, víctima de su insinceridad, egoísmo, indolencia, venganza y soberbia.
(Tomado del libro “Si vas a ser misionero” del Padre Juan Carrascal)
- 1Jo. XXI, 4
- 2s.I, 9
- 3Io.I, 5.
- 4Rom. XII, 21.