No se puede vivir la vida contemplativa sin un ambiente de retiro y una cierta soledad, aunque se viva en comunidad de monjes (vida cenobítica). Por eso, en el monacato primitivo, los hombres que querían intimar con Dios y llevar una vida espiritual más intensa, “huían” a los desiertos, retirándose de las ciudades y del mundanal ruido.
Obviamente no se trata de un mero apartamiento físico (pues existen monasterios denominados “urbanos”, es decir, que están en medio de una ciudad); esto es ideal, pero debe servir de marco para un retiro de todo lo que distraiga de la atención amorosa de Dios e impida el recogimiento. Porque puede darse la paradoja de que un cristiano esté en el mundo sin ser del mundo, y que un monje, esté afectivamente en el mundo aunque viva apartado de él, y esto se da cuando, aun estando retirado en los muros de un monasterio, tiene su corazón apegado a lo que hay más allá de esos claustros, o vive pendiente de lo que sucede en el mundo.
San Rafael Arnáiz, el santo hermano trapense, escribía a sus padres, a este respecto, su primera experiencia de vida retirada: “no podéis imaginaros lo agradable que se me hace el no saber nada del mundo… En los dos meses y medio que llevo aquí, me he enterado solamente de dos noticias (…); es todo lo que a mí me ha llegado en este tiempo…y no tengo ganas de saber más”.
Puede parecer egoísmo, insensibilidad, indiferencia, pero no lo es, pues lo que se busca es saber más de Dios, saber más a Dios para amarlo mejor, con todas las fuerzas, sin dispersión, y poder cumplir con la misión de interceder por las necesidades espirituales y materiales de quienes viven en el mundo, es decir, lejos de ser indiferentes y fríos persiguen el bien de sus hermanos con un vivo interés.
Si bien los monjes, en principio, no salen en busca de las ovejas, son las ovejas las que van al Monasterio en busca del agua que calme su sed espiritual. Por eso, el retiro no obsta a la caridad, que pide muchas veces al monje, atender las necesidades del prójimo que acude al monasterio, e incluso, en alguna circunstancia, tener que salir del claustro para socorrerlo, como la Virgen dejó por un tiempo la paz de su “Arca” para salir al encuentro de su prima Isabel.
Ahora bien, se puede decir que en el mismo Monasterio hay como un retiro dentro de otro, pues, dentro del monasterio, que es como un arca que lo mantiene a flote en las aguas del mundo, el monje tendrá, además, su “celda”, es decir, no solamente se retirará del mundo, sino que tendrá largos momentos durante el día en que se vivirá oculto incluso a sus propios hermanos de vida monástica. Estos son los tiempos de “celda”, que deben ser entendidos primariamente en sentido espiritual, como tiempos de soledad total, en los cuales se encuentra el alma a solas con Dios, como Jesús, que subió al monte a solas para orar (Mt 14, 23).
“Qué alegre es el estar solo con Dios… Qué paz tan grande se respira cuando nos vemos solos…solos, el alma y Dios”, exclama el Hermano Rafael.
Este retiro de la celda será vital para el monje, que lo necesita como el pez al agua, en el decir de san Antonio Abad; y Dionisio Cartujano, escribía: “La celda es la tierra santa y el lugar santo donde el Señor y su siervo hablan frecuentemente como dos amigos…”
Allí se ora, se practica la lectio divina (lectura sabrosa de la Biblia), se hacen algunos trabajos manuales, se estudia, se ríe, se llora, en fin, se recrea el alma con Dios, dejándose labrar por Él. Es cierto que el monje sale de su celda y puede ver a Dios en todo, pero ese todo no es Dios. Por eso, nunca se está más libre como cuando se está con Dios, aunque sea encerrado en una celda, porque allí, si es dócil a la acción divina, se va desprendiendo el alma de todo lo creado: “Qué claramente se llega a ver que es en la soledad de todo, donde de veras se encuentra a Dios. Qué gran misericordia es la suya, cuando haciéndonos saltar por encima de todo lo creado, nos coloca en esa llanura inmensa, sin piedras ni árboles, sin cielo ni estrellas…En esa llanura que no tiene fin, donde no hay colores, donde no hay ni hombres, donde no hay nada que al alma distraiga de Dios” (San Rafael Arnáiz). Claro que, aunque suene paradójico, el monje sabe que no está solo en este estar a solas con Dios, pues en la misma Arca hay otros hermanos, que, como él, pared de por medio, “en la soledad han puesto ya su nido” (S. Juan de la Cruz).
Comentando a Isaías –Vete, pueblo mío, entra en tus cámaras y cierra la puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira (Is 26, 20)-, escribe el santo Doctor carmelita:
“Isaías te llama a este retiro: anda pueblo mío, entra en los aposentos y cierra la puerta por dentro, escóndete un breve instante. El breve instante de la vida temporal” (Cántico Espiritual, 10).