Padrinos
Nuestro Instituto siempre ha vivido de la Providencia Divina, cosa que nos mantiene libres de preocupaciones respecto del qué comerán o con qué se vestirán, según la recomendación del Señor en el Evangelio.
Sin embargo corresponde también a nosotros poner los medios convenientes para que la Providencia nos siga bendiciendo.
Respecto de las vocaciones religiosas y sacerdotales de Nuestro Instituto hemos adoptado un sistema de apadrinamiento de los seminaristas y novicios que permite a quienes tienen posibilidad de hacerlo dar su aporte a la formación del futuro sacerdote o religioso.
El modo de proceder es el siguiente:
Se llenan los casilleros abajo detallados en los cuales uno pide al Seminario Menor, al Noviciado o al Seminario Mayor (uno llena el formulario que prefiera) ser padrino de un joven en formación, a la vez que se aclara si la ayuda que se piensa prestar será mensual, o anual, especificando las cantidades.
Pocos días después, luego de enviado el pedido de apadrinar a un seminarista o novicio, se pondrá en contacto con usted para detallar los modos de ayudar alguno de los encargados de la ayuda a las vocaciones, con quien se ultimarán detalles.
Como lo principal de esto es la ayuda espiritual al futuro sacerdote el padrino también se compromete a rezar por su nuevo ahijado, para que persevere en su vocación. Al mismo tiempo que el ahijado será notificado del nombre de su nuevo padrino, para que mientras dure su ayuda él rece por quien coopera en el sostenimiento económico de nuestras casas de formación.
No hace falta que el compromiso de ayuda sea de mucho dinero, pues Dios sabe que cada persona puede aportar en la medida de sus posibilidades, quienes más con más, quienes menos con menos, pero todos, con mucho o poco, aportan su grano de arena en la formación de quien mañana será otro Cristo en la tierra.
Dejamos a continuación un texto de Hugo Wast que ayuda a entender el inestimable don que se hace al que está en formación, y a la misma Iglesia ayudándolo a él.
Cuando Se Piensa
Cuando se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel ni Gabriel ni Rafael,
ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena realizó
un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores
y fue el convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo,
y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles
y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote.
Cuando se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar:
perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario,
Dios obligado por su propia palabra, lo ata en el cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios.
Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste
porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día
de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar.
Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre
si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino.
Cuando se piensa que eso puede ocurrir, porque están faltando
las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos
y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla;
y las gentes gritarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé;
y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva,
y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos.
Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar,
más que un banquero, más que un médico, más que un maestro,
porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.
Cuando se piensa que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente
mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo,
sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.
Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa
necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales.
Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba
que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal.
Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos
tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en las leyes.
Uno comprende que el peor crimen que puede cometer
alguien es impedir o desalentar una vocación.
Uno comprende que provocar una apostasía
es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.
Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo,
es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable.
Uno comprende que más que una Iglesia, y más que una escuela,
y más que un hospital, es un seminario o un noviciado.
Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario
o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor.
Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista
o de un novicio, es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre
que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades
de la tierra y que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo,
sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar al mundo.
Hugo Wast