Vocaciones IVE

El religioso y sus votos

Capítulo 7: Los votos en particular.

El fundamento evangélico de la vida consagrada se encuentra en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida (cfr. Vit Cons 14).

La vida consagrada se enraiza en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen una permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero cuya plena realización se dará en el cielo (cfr. Vit Cons 1).

El religioso mediante la práctica de los consejos evangélicos, ha decidido seguir más libremente a Cristo e imitarlo más fielmente, dedicando toda su vida a Dios con una consagración particular que encuentra su raíz en la consagración bautismal y la expresa con mayor plenitud (cfr. Evang Test n.4).

A. El voto de pobreza.

En el mundo contemporáneo donde existe un gran contraste entre las antiguas y nuevas formas de avaricia, es testigo también, como consecuencia de las mismas de una miseria inaudita vivida por una gran parte de los pueblos. En este sentido, aún en un plano meramente sociológico, la pobreza encierra ya un valor cuando es practicada libre y coherentemente.

Desde el punto de vista cristiano la pobreza ha sido siempre vivida como la condición de vida que facilita el seguimiento de Cristo en el ejercicio de la contemplación, de la oración y de la evangelización.

La pobreza pone de manifiesto que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que siendo rico, se hizo pobre (2 Co 8, 9), expresa la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Este don de las Personas divinas brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora (cfr. Vit Cons 21).

1. Las palabras y el ejemplo de Cristo.

Cristo ha unido el consejo de pobreza al despojo personal de todos los obstáculos que los bienes terrenos para poseer los celestiales y a la caridad hacia los pobres: Va, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme (Mc 10,21). Jesús al requerir la renuncia, ponía al joven rico una condición previa para su seguimiento, que era un participación más profunda en el misterio de la encarnación. Pablo lo recuerda para que sus fieles sean generosos con los pobres: conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza (2 Cor 8,9). En este sentido Cristo es el Maestro de la pobreza que enriquece.

a) La vida de Cristo. La primera pobreza del Hijo de Dios ha sido la encarnación, por la cual asumió la pobre condición humana. A esta primigenia pobreza siguió una vida de pobreza. Su nacimiento en un establo, los 30 años de la vida pobre y laboriosa en Nazaret (cfr. Mt 13,55; Mc 6,3). En su vida pública dirá que el Hijo del hombre no tiene donde apoyar su cabeza (Lc 9,58) para indicar su total dedicación a su misión mesiánica. Murió como un esclavo y pobre, despojado de todo, desnudo sobre la cruz. El Verbo encarnado eligió ser pobre hasta el fin, con todas sus consecuencias. 

b) Las palabras de Cristo. Jesús proclamó: bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de Dios (Lc 6,20). Se debe tener en cuenta que en el AT. se había hablado de los pobres de Yahveh (cfr. Sal 74,19; 149,4-5) objeto de la benevolencia divina (cfr. Is 49,13; 66,2). No se trataba de hombres sumergidos en la indigencia, sino de los humildes que buscaban a Dios y se ponían con total confianza bajo su protección. Esta disposición de humildad y confianza aclaran la expresión de Cristo: bienaventurados los pobres en espíritu (Mt 5,3). Son pobres de espíritu, quienes no ponen su confianza en el dinero, o en los bienes materiales, sino que se abren al Reino de Dios.

c) Jesús afirmó la necesidad para todos de librarse de la tiranía de los bienes de la tierra. Ninguno puede servir a dos señores: o sirve a Dios o sirve a Mamona (cfr. Lc 16,13; Mt 6,24). La idolatría del dinero es incompatible con el servicio a Dios. Jesús subraya que los ricos se apegan más fácilmente al dinero, lo que provoca su dificultad para convertirse a Dios: ¡Qué difícil para un rico, entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el Reino de Dios (Lc 18,24-25). Jesús enseña también el doble peligro que encierra el apego a las riquezas: el de cerrarse a Dios, y el cerrarse al prójimo, tal como aparece en la parábola de Lázaro y Epulón (cfr. Lc  16,19-31). Jesús no condena la posesión de los bienes, pero recuerda a quienes los poseen, el doble precepto del amor a Dios y del prójimo. A quien pueda entenderlo, le exigirá más aún.

d) El Evangelio es muy claro en este aspecto: a quien llamaba a seguirlo, Jesús le exigía vivir su pobreza mediante la renuncia a los bienes, fuesen pocos o muchos (Mc 10,29; Mt 4,22; Lc 12,33). Y más aún: quién de vosotros no renuncia a todos los bienes, no puede ser mi discípulo (Lc 14,33). 

B. El voto de castidad.

Por este voto se ofrece a Dios como un holocausto: el cuerpo y los afectos naturales. “La palabra castidad procede del castigo que la razón impone a la concupiscencia, domándola como a un niño rebelde. Y es virtud porque reúne las condiciones de tal, es decir, es una fuerza regulada por la razón” (STh 2-2,151,1). Es también uno de los consejos evangélicos en el cual se muestra de modo evidente la potencia de la gracia que eleva el amor por encima de las inclinaciones naturales del ser humano.

1. La nueva perspectiva de la castidad “por el Reino de los Cielos”.

La grandeza espiritual aparece clara porque Jesús mismo en el Evangelio da a entender el valor que le atribuye al compromiso en el camino del celibato. El elogio del celibato lo hace Jesús después de enunciar la indisolubilidad del matrimonio. Jesús prohíbe la costumbre de que el marido repudie a la mujer. Los discípulos reacciones: si esta es la condición del hombre respecto de la mujer, es mejor no casarse. Jesús responde a ese no conviene casarse o es mejor no casarse un significado más profundo. No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda (Mt 19,10-12). Para explicar el camino nuevo practicado por Jesús y sus discípulos, el Maestro utiliza una imagen conocida en su ambiente el eunuco. Se podía ser eunuco por un defecto de nacimiento, o por una intervención humana. Jesús agrega una nueva categoría eunuco por el Reino de los Cielos. Según la ley mosaica, los eunucos estaban excluidos del culto (Dt 23,2) y del sacerdocio (Lv 21,20), aunque un oráculo de Isaías había anunciado el fin de este exclusión (Is 56,3-5).

Jesús en esta cuestión considerada como indigna para un hombre, abre una nueva perspectiva innovadora: la elección voluntaria por el Reino de los Cielos. Poco antes Jesús había hablado del matrimonio, de tal modo que el compromiso del celibato significa por un lado renunciar a los bienes propios de la vida matrimonial y familiar, pero no implica el dejar de apreciarlos en su real valor. La renuncia se hace en vistas de un bien más grande, sintetizado por la expresión evangélica el Reino de los Cielos. Es el don completo de sí a este Reino lo que justifica y santifica el celibato.

Jesús llama la atención sobre la necesidad de un don de luz divina para entender el camino del celibato voluntario. Don de luz y de decisión se concede sólo a algunos que lo captan en su significado y se vuelven capaces de aceptarlo y ponerlo en práctica. Es un privilegio que entra dentro de la diversidad de vías y carismas de los cuales hablaba san Pablo: mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra (1 Cor 7,7). Esta diversidad de dones es lo que da a la Iglesia su belleza (cfr. STh 2-2,184,4).

De parte de Dios es un don; de parte del hombre se requiere un acto de voluntad deliberada, consciente del compromiso y del privilegio del celibato consagrado. No es una simple abstención del matrimonio, ni una observancia pasiva impuesta por la castidad. El acto negativo de renuncia, tiene su aspecto positivo de dedicación más plena y total al Reino, que implica un apego absoluto a Dios “sumamente amado” y a su servicio. De allí que la elección debe ser bien meditada y provenir de una decisión firme y consciente madurada en lo íntimo del corazón. Las ventajas y exigencias de esta dedicación al Reino las anuncia San Pablo: Yo os quisiera libre de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu (1 Cor 7,32-34). El Apóstol no condena el estado conyugal (1 Tm 4,1-3), ni pretende echar un lazo (1 Cor 7,35) sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Todo esto requiere una conveniente madurez psicológica y afectiva; y sobre todo confianza en el amor divino, estimulado por la conciencia de la debilidad humana. Requiere también un comportamiento prudente y humilde; y sobre todo una vida de intensa unión con Cristo.

2. La castidad “consagrada” y la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia. 

Es en el mirabile connubio obrado por Dios, entre la Iglesia y Cristo su único Esposo, el ámbito en el cual se descubre el valor fundamental de la virginidad o del celibato en orden a Dios. De allí que se hable de “castidad consagrada”.

Para entender mejor este aspecto convendrá ver algunos textos de la Sag. Esc. En el Antiguo Testamento ya era una imagen utilizada para indicar la relación íntima entre Dios y el pueblo de Israel. Especialmente en el tiempo de los profetas (Os 1,2ss.). Se servía de la imagen del matrimonio para exaltar las relaciones y el llamado de Dios al pueblo que lo traicionaba, en este contexto la idolatría era un adulterio (cfr. Is 1,21; Jer 2,2; 3,1.6-12; Ez 16,23). En la segunda parte del libro de Isaías, la restauración de Israel se presenta como una reconciliación de la esposa infiel con el Esposo (cfr. 50,1; 54,5-8; 62,4-5). Finalmente en el Sal 45, el canto nupcial prefigura el desposorio del Rey-Mesias según la interpretación de las tradiciones judía y cristiana. 

En este contexto el Bautista designa a Jesús como el esposo que posee la esposa (el pueblo que acude al bautismo de Juan); y él mismo se ve como el “amigo del esposo” que está presente y escucha y que salta de gozo al escuchar la voz del esposo (Jn 3,29). Jesús mismo se apropia de la imagen, para decir que Éll es el esposo Mesías (cfr. Mt 9,15; 25,1). También utiliza esta analogía para explicar que cosa es el Reino ha venido a traer: el Reino de los cielos es semejante a un rey que realizó un banquete de bodas para su hijo (Mt 22,2). Compara a sus apóstoles con los compañeros del esposo, que se alegran de su presencia y que ayunarán cuando el esposo les sea quitado (cfr. Mc 2,19-20). También es conocida la parábola de las 10 vírgenes que esperan la venida del esposo para una fiesta de bodas (cfr. Mt 25,1-13); la de los siervos vigilantes que esperan para recibir su patrón al regreso de las bodas (cfr. Lc 12,35-38). De allí que sea muy significativo que su primer milagro lo realice en una fiesta de bodas (cfr. Jn 2,1-11).

Al tomar para sí el título de esposo, Jesús ha expresado el sentido de su entrada en el mundo y en la historia: vino para realizar las nupcias de Dios con la humanidad, tal como había sido profetizado, para establecer una nueva Alianza de Yahveh con su pueblo, y volcar en el corazón de los hombres un nuevo don de amor divino haciéndoles gustar de su gozo. Como esposo invita a responder a este don de amor con el amor. A algunos les pedirá una respuesta más plena, más exigente y radical: la virginidad o celibato por el Reino de los cielos.

La imagen de Cristo esposo sugerida en el AT., presentada por el Bautista y el mismo Cristo, la desarrolla también san Pablo. A quienes viven en matrimonio, el apóstol les recomienda contemplar el ejemplo de Cristo: (Ef 5,25). Pero además de esta aplicación especial al matrimonio, Pablo considera la vida cristiana como un unión esponsalicia con Cristo: (2 Cor 11,2) válida para todos los cristianos, pero que tiene máxima significación en la castidad consagrada. El sacramento del matrimonio hace entrar a los esposos en el misterio de la unión de Cristo y la Iglesia. Pero la profesión de virginidad o celibato hace participar a los consagrados en el misterio de estas nupcias de un modo más directo. Mientras el amor conyugal se dirige a Cristo esposo mediante la unión humana, el amor virginal va directamente a la Persona de Cristo a través de uno unión inmediata con Él sin intermediarios, convirtiéndose en un matrimonio espiritual verdaderamente completo y decisivo. De allí que en los que viven la castidad consagrada la Iglesia realiza el máximo su unión de Esposa con Cristo Esposo.

Siempre en la línea del Evangelio, ésta castidad consagrada por su unión inmediata con Cristo se constituye en anticipo de la vida celestial, que se caracteriza por una unión con Dios, en su visión y posesión sin intermediarios. De allí que en la Iglesia la castidad consagrada tiene también una dimensión escatológica, anunciando la realización plena que se dará en el más allá. Este aspecto está expresado claramente por Cristo cuando habla del estado propio de los resucitados: (Lc 20,35-36). Así la castidad consagrada, aún entre las oscuridades y dificultades de la vida terrena, preludia la unión con Dios en Cristo, que los elegidos poseerán en plenitud en la vida celestial, cuando la espiritualización del hombre resucitado será perfecta. (Cfr. Ap 14,3-4). De allí también la fuente de alegría propia de la castidad consagrada (1 Cor 7,32-35); alegría que no excluye ni dispensa del sacrificio, pues el celibato implica renuncias por las cuales se da una identificación con Cristo crucificado. San Pablo recuerda que en su amor de Esposo, Cristo ha ofrecido su sacrificio por la santidad de la Iglesia (cfr. Ef 5,25). De este modo también aparece la dimensión de fecundidad propia de la castidad consagrada, en cuanto hay una participación más profunda en el sacrificio de Cristo por la redención del mundo.

Por otra parte la indisolubilidad de la unión entre Cristo y la Iglesia, funda el valor permanente de la profesión perpetua, como don absoluto a Quien es el Absoluto. Así se entiende también las palabras de Cristo: ninguno que pone la mano en el arado, y luego mira hacia atrás, es apto para el Reino de los cielos (Lc 9,62). Por otro lado, la fidelidad de los consagrados sostiene la fidelidad de los esposos en el matrimonio. Y al parecer lo que Jesús indicó con el ejemplo de los eunucos (cfr. Mt 19,10-12), la posibilidad de la indisolubilidad del matrimonio no es imposible (como pensaban los discípulos) pues hay personas que con la ayuda de la gracia viven fuera del matrimonio en una continencia perfecta.

Sin duda el mejor modelo y la realización más espléndida de la tradición esponsal del pueblo de Israel con Yahveh, es la Virgen María. Ella no se limitó a una mera pertenencia a Dios en el plano socio-religioso, sino que la esponsalidad adquirió en ella carácter de donación total de su alma y de su cuerpo para el Reino de los Cielos. Se convierte así en el modelo más perfecto para toda la Iglesia.

C. El voto de obediencia.

El voto de obediencia es la promesa hecha a Dios de obedecer a sus superiores legítimos en todo lo que mande según la regla y las constituciones. Mediante el voto de obediencia se realiza el ofrecimiento total de la voluntad, para entrar más decidida y seguramente en el designio de salvación. La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas. 

Cristo es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 6, 38; Hb 10, 5.7). Él pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf. Lc 2, 49). En obediencia filial, adopta la forma del siervo: «Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo […], obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).

1. La obediencia de Cristo.

Jesús llamó a sus discípulos para que lo siguieran, y les exigió una obediencia total a su persona. No se trataba sólo de la común observancia de la ley divina, o de los dictados de una conciencia recta y verdadera, sino de un compromiso más exigente. Seguir a Cristo significaba aceptar cumplir cuanto personalmente mandaba y ponerse totalmente bajo su guía al servicio del Evangelio, para instaurar el Reino de Dios (cfr. Lc 9,60.62).

  Por eso el sígueme de Jesús, no era solamente un compromiso de pobreza y celibato, sino también exigía una obediencia que constituía la prolongación de su obediencia al Padre, que como Verbo encarnado se convirtió en el siervo de Yahveh (cfr. Is 42,2; 52,13-53,12; Flp 2,7). Jesús se dio a si mismo en el sacrificio de la Cruz, siendo Hijo, aprendió por los sufrimientos lo que significa obedecer (cfr. Hb 5,8). 

Jesús manifestó que su ánimo tendía a la oblación total de sí, al modo de un misterioso pondus crucis, una especie de ley de gravedad de su vida inmolada que tuvo su máxima expresión en la oración del huerto: Abbá, Padre, todo te es posible, aleja de mí este caliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres (Mc 14,36).

En este sentido el religioso es el heredero de los discípulos llamados directamente por Cristo para seguirlo en la misión mesiánica. La obediencia así entendida tiene un valor salvífico. Si el pecado había invadido el mundo por un acto de desobediencia, la salvación universal ha sido conquistada por la obediencia del Redentor (cfr. Rm 5,19). En la patrística se desarrolló este paralelismo entre Adán y en Nuevo Adán, y también “el nudo de la desobediencia de Eva ha sido desatado por la obediencia de María… como aquella se dejó seducir de modo que desobedeció a Dios, así esta sí dejó persuadir para obedecer a Dios” (San Irineo, Adv hae 3,22,4).

De allí que el Aquinate vea en la obediencia religiosa la forma más perfecta de imitar a Cristo. Ella ocupa el primer puesto en el holocausto de la profesión religiosa (cfr. STh 2-2,186, aa.5.7-8).

2. El desafío de la obediencia. 

a) En un mundo donde se exalta la libertad, incluso desligada de su relación esencial a la verdad y a la norma moral; en un mundo lleno de violencias y terribles injusticias frutos de una libertad deformada, la obediencia se convierte en un desafío y en un antídoto. En efecto la obediencia religiosa hace presente de modo particularmente vivo la obediencia de Cristo al Padre, testimoniando así que no hay contradicción entre obediencia y libertad. La actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y para lograr progresivamente la verdadera libertad. Con el voto de obediencia la persona consagrada atestigua la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la voluntad paterna como alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34), como su roca, su alegría, su escudo y baluarte (cf. Sal 18/17, 3).

b) Contra el espíritu de discordia y división, la autoridad y la obediencia brillan como un signo de la única paternidad que procede de Dios, de la fraternidad nacida del Espíritu, de la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los límites humanos de los que lo representan. Mediante esta obediencia, asumida por algunos como regla de vida, se experimenta y anuncia en favor de todos la bienaventuranza prometida por Jesús a «los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28). Además, quien obedece tiene la garantía de estar en misión, siguiendo al Señor y no buscando los propios deseos o expectativas. Así es posible sentirse guiados por el Espíritu del Señor y sostenidos, incluso en medio de grandes dificultades, por su mano segura (cf. Hch 20, 22s).