En nombre de Cristo queremos constituir una Familia Religiosa en la que sus miembros estén dispuestos a vivir, con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz, del Sermón de la Montaña y de la Última Cena. Donde se puedan vivir los anonadamientos de Nazaret y del Calvario, donde se entre en las confidencias del Tabor y de Getsemaní. Donde se experimente la paternidad del Padre, la hermandad del Hijo y la inhabitación del Espíritu Santo, amándonos de tal manera los unos a los otros por ser hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Hijo y templos del mismo Espíritu Santo, que formemos un solo corazón y una sola alma (Act 4,32).

Aspiramos a consagrarnos a Dios por la profesión de los consejos evangélicos, formando un instituto religioso, emitiendo votos públicos, viviendo una vida fraterna en común, con un apartamiento propio de los religiosos, de modo tal, que todos los miembros puedan tender a la perfección de su estado. Pero sin excluir la posibilidad de que se integren armoniosamente a nuestra familia religiosos que no sean sacerdotes, como asimismo, el tener unidas a nosotros asociaciones de fieles que quieran vivir en genuino espíritu de familia según su vocación laical.

Queremos dedicarnos a las obras de apostolado, imitando a Cristo que “anunciaba el Reino de Dios”, bajo la dirección de clérigos y asumiendo el ejercicio del Orden sagrado. Algunos miembros de nuestro Instituto llevan una vida exclusivamente contemplativa, o bien monástica o bien eremítica. Asimismo no excluimos la posibilidad de que algunos de los miembros de la rama apostólica puedan llevar por un tiempo determinado un tipo de vida más contemplativa, ya que “un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica”.

Fin común, propio y específico

Como todo Instituto de vida consagrada, tanto religioso como secular, tenemos un fin universal y común -que suele denominarse vocación- por el que queremos seguir más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, dedicándonos totalmente a Dios como a nuestro amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigamos la perfección de la caridad, y por la caridad a la que conduce la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, unirnos de modo especial a la Iglesia y a su misterio.

Asimismo tendemos al fin propio de todo Instituto de vida religiosa, el cual no es otro que la consagración total de nuestra persona, manifestando el desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia, signo de la vida del Cielo. Así consumaremos la plena donación de nosotros mismos como sacrificio ofrecido a Dios, por el que toda nuestra existencia se hace culto continuo a Dios en la caridad. 

Esto se manifiesta en que formamos una familia religiosa: emitimos votos públicos y vivimos vida fraterna en común; y el testimonio público que debemos dar conlleva un apartamiento del mundo. Para vivir según el Espíritu Santo, necesariamente hay que apartar de sí el espíritu del mundo: El Espíritu de verdad… el mundo no lo puede recibir, porque no le ve ni le conoce (Jn 14,17). 

Finalmente, queremos, como fin específico y singular, dedicarnos a la evangelización de la cultura, es decir, trabajar para “transformar con la fuerza del Evangelio 

-los criterios de juicio,

-los valores determinantes,

-los puntos de interés,

-las líneas de pensamiento,

-las fuentes inspiradoras,

-los modelos de vida de la humanidad”;

“para que estén imbuidos de la fuerza del Evangelio

-los modos de pensar,

-los criterios de juicio,

-las normas de acción”,

pues no podemos olvidar que el Concilio Vaticano II ha señalado que: “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” y ello se debe en gran medida a que el mundo “se ha ido separando y distinguiendo, en estos últimos siglos, del tronco cristiano de su civilización”, lo cual ha conducido a la descristianización de la cultura.

Carisma

Por el carisma propio del Instituto, todos sus miembros deben trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aún en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas.

Es decir, es la gracia de saber cómo obrar, en concreto, para prolongar a Cristo en las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre. Es el don de hacer que cada hombre sea “como una nueva Encarnación del Verbo”, siendo esencialmente misioneros y marianos.

(Tomado de las Constituciones del IVE)